LA FELICIDAD QUE NOS DA DIOS

La felicidad que nos da Dios es una felicidad profunda que se distingue de las alegrías temporales y pasajeras del mundo.

La verdadera felicidad que nos ofrece Dios no se basa en placeres efímeros ni en posesiones materiales. Se trata de una felicidad profunda y duradera que nace del amor de Dios y de la comunión con Él. 

San Agustín, uno de los más grandes padres de la Iglesia, escribió en sus "Confesiones": "Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti". 

Esta cita refleja la verdad fundamental de que nuestra alma está diseñada para Dios y sólo en Él puede encontrar su descanso y felicidad plena.

Jesucristo, en el Sermón de la Montaña, con las Bienaventuranzas (Mateo 5:3-12) nos muestran que la verdadera felicidad no se encuentra en la búsqueda de la riqueza, el poder o el placer, sino en la pobreza de espíritu, la mansedumbre, la misericordia, la pureza de corazón, y la justicia. 

Jesús nos dice: "Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos" (Mateo 5:3). Esta felicidad paradójica es un don divino que se manifiesta en la vida de quienes viven según los valores del Evangelio.

La Alegría en el Sufrimiento:

Una de las enseñanzas más desconcertantes y profundas del cristianismo es que la felicidad en Dios puede coexistir con el sufrimiento.

San Pablo, en su carta a los Filipenses, declara: "Alegraos siempre en el Señor. Insisto: ¡Alegraos!" (Filipenses 4:4). 

Esta alegría no es superficial, sino que brota de una confianza inquebrantable en el amor y la providencia de Dios. Los Santos han demostrado con su vida que el sufrimiento, cuando se ofrece a Dios, puede ser una fuente de profunda alegría y unión con Cristo crucificado.

La Felicidad y el Amor a Dios y al Prójimo:

Jesús resumió toda la ley y los profetas en el mandamiento del amor: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente y Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Mateo 22:37-39).

Este amor total y desinteresado es la fuente de la verdadera felicidad. Santa Teresa de Calcuta dijo: "No debemos permitir que alguien se aleje de nuestra presencia sin sentirse mejor y más feliz"

El amor a Dios y al prójimo transforma nuestra vida y nos llena de una alegría que nada ni nadie puede arrebatar.

La Felicidad en la Oración y los Sacramentos:

La vida de oración y la participación en los sacramentos son esenciales para experimentar la felicidad que Dios nos da. En la oración, encontramos un espacio de encuentro íntimo con Dios, donde podemos abrir nuestro corazón y recibir Su amor.

San Juan de la Cruz escribió: "El alma que anda en amor, ni cansa ni se cansa". Los sacramentos, especialmente la Eucaristía y la Confesión, nos alimentan y nos sanan, dándonos las gracias necesarias para vivir la alegría de los hijos de Dios.

Los santos son testigos vivos de la felicidad que Dios nos ofrece:

Santa Teresa de Ávila, conocida por su profunda vida mística, decía: "Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene, nada le falta. Solo Dios basta". Esta confianza absoluta en Dios es la fuente de una paz y alegría inalterables. 

San Francisco de Asís, conocido por su alegría y simplicidad, encontró la felicidad en la pobreza y en el servicio a los demás, mostrando que la verdadera riqueza está en el amor a Dios.

La Felicidad que nos ofrece el Mundo:

La felicidad que ofrece el mundo suele estar basada en placeres efímeros y posesiones materiales. Esta felicidad es generalmente momentánea y superficial, alimentada por el consumismo, el éxito profesional y la búsqueda de estatus. Las promesas de bienestar del mundo están frecuentemente ligadas a la adquisición de bienes materiales, el logro de metas personales y la satisfacción de deseos inmediatos.

Sin embargo, esta búsqueda constante puede llevar a la insatisfacción, ya que una vez alcanzados estos objetivos, el ser humano pronto anhela algo más. La felicidad mundana es, en su esencia, transitoria y, a menudo, deja un vacío interior cuando las promesas no logran satisfacer las aspiraciones más profundas del corazón humano.

La Felicidad que nos ofrece Dios:

En contraste, la felicidad que nos ofrece Dios es profunda y permanente. No se basa en lo que poseemos ni en lo que logramos, sino en nuestra relación con Él. La verdadera felicidad en Dios surge de una paz interior que trasciende las circunstancias externas. 

Es una felicidad que brota del amor incondicional de Dios y de la seguridad de que somos sus hijos amados. Esta felicidad no depende de las fluctuaciones del éxito o el fracaso, de la riqueza o la pobreza, sino de la firme convicción de que estamos en las manos amorosas de nuestro Creador. La alegría divina se alimenta de la fe, la esperanza y el amor, virtudes que nos sostienen incluso en los momentos más difíciles.

Mientras que la felicidad mundana es autocomplaciente y a menudo centrada en el ego, la felicidad en Dios se encuentra en la entrega y el servicio. 

Jesucristo enseñó que "Hay más dicha en dar que en recibir" (Hechos 20:35). Los santos y mártires han demostrado con su vida que la verdadera alegría se encuentra en el amor.

Santa Teresa de Calcuta, por ejemplo, experimentó una profunda felicidad sirviendo a los más pobres de los pobres, viendo el rostro de Cristo en cada persona que atendía. Esta felicidad es duradera y se nutre de la relación con Dios y con los demás, en lugar de buscar la satisfacción personal a expensas de otros.

La felicidad del mundo a menudo promete libertad pero resulta en esclavitud. El apego a las cosas materiales, la adicción a los placeres y la búsqueda constante de aprobación pueden encadenarnos y robarnos la paz. 

En cambio, la felicidad que proviene de Dios trae consigo una verdadera libertad. "Si el Hijo los hace libres, serán verdaderamente libres" (Juan 8:36). La libertad en Cristo nos libera de la esclavitud del pecado y nos permite vivir en la plenitud de nuestra humanidad, conforme al diseño original de Dios. Esta libertad nos capacita para amar genuinamente y para vivir una vida de integridad y propósito.

El mundo ofrece una felicidad que, aunque atractiva, es efímera y superficial, llena de promesas vacías que rara vez cumplen. En cambio, Dios nos ofrece una felicidad auténtica, profunda y eterna, que se fundamenta en Su amor incondicional y en una relación personal con Él. 

Esta felicidad no solo llena nuestro corazón, sino que también nos capacita para vivir vidas de verdadero significado y servicio, reflejando el amor de Dios al mundo. 

Al final, la felicidad que Dios nos da es la única que satisface plenamente los anhelos más profundos de nuestro corazón, porque está enraizada en la Verdad y en el Amor que no pasan.

La felicidad que nos da Dios es una felicidad completa y duradera que supera todas las alegrías temporales. Es una felicidad que se encuentra en la comunión con Él, en el amor y servicio a los demás, en la oración y los sacramentos, y en la esperanza de la vida eterna.

Los santos nos han mostrado el camino hacia esta felicidad a través de su testimonio de vida. 

Nosotros también, confiando en el amor y la providencia de Dios, debemos compartir esta felicidad divina, siendo luz y sal en el mundo, y llevando la alegría del Evangelio a todos los rincones de la tierra.